Es verdad. La palabra «equipo» cuando se habla de las gentes que forman una empresa, no me gusta. Sonará políticamente incorrecto, pero es verdad.
No creo en los equipos, ni en los ejercicios de team building, ni en las teorías sobre equipos de trabajo, equipos llevando proyectos, equipos para todo. No creo en frases como «somos una piña», «somos como una familia», «estamos en el mismo barco». Una piña es una cosa cerrada, que cuando se abre para dar sus frutos, se cae definitivamente del pino, y sirve para hacer buenos fuegos. Una familia está unida por lazos inmutables, que vienen de la sangre, con comunidad de pasado, presente, futuro y ADNs igualitarios. Los barcos están en el mar, y la gente no se sube y se baja de ellos con naturalidad, hasta llegar a puerto, o hasta que llega la hora del naufragio.
Ni somos una piña, ni somos una familia, ni somos marineros. Somos una empresa.
Y en la empresa, me gusta más dejar espacio para cada individuo, para las diferencias, para las especificidades. Y «los equipos», tal y como se entienden en la mayoría de las empresas, tienden más al café para todos, a la cadena que encadena, a la secta que recita el mismo mantra adormecedor.
Creo que en la redes, en las comunidades. Creo en individuos adultos, independientes, serios, razonables, que saben que su trabajo es eso: sólo un trabajo. Ni más ni menos: un trabajo.
Una forma de vida que no es toda su vida; algo que les aporta dignidad pero que no les condiciona; algo que les permite crecer pero no les estigmatiza.
Quiero compartir con vosotros una anécdota personal, de donde me he nutrido desde hace más de 30 años para saber cómo quiero que sea la relación con gente con quien trabajo en una empresa.
Siendo muy joven, y no siendo de origen judío, decidí que había una experiencia comunitaria que valía la pena de ser vivida, y estuve 6 meses como voluntaria en un kibutz
Yo salía de la adolescencia, en una familia donde la vida era cómoda, y llegué cargada de teoría. Cuando me presenté a los organizadores, se limitaron a decirme donde estaban mis habitaciones – con un baño comunitario- y a indicarme donde estaban los comedores colectivos.
Después de eso, me fui a dormir, y a la mañana siguiente me levanté pasadas las 10am. El kibutz estaba a orillas del mar, por lo cual, y como no había nada organizado, que yo supiera, me fui a la playa. Baño, sol, descanso, y cuando me cansé, volví al kibutz, y pasé por el comedor comunitario, donde había unos enormes frigoríficos, abiertos las 24 horas, con leche, pan, yogures, y comida muy ligera. Por lo cual, comí, me fui a dormir la siesta y volví a la playa.
Pasé así 3 días, sin que nadie me dijera ni una sola palabra. Al mediodía del día 4, y al volver de la playa, fui al comedor colectivo, esta vez en las horas en que todo el mundo estaba comiendo. Estaba organizado como un self service: bandeja, y pasarela frente a la comida. Por supuesto, todo sin pagar nada. Era comunitario.
Y de repente, a mis 19 años, me ví frente a una bandeja llena de huevos fritos. Enormes ojos amarillos me miraban desde la bandeja. Muchísimos huevos fritos. ¡Y ahí fue cuando lo entendí!
Solo pensé: si cada uno de los miembros de la comunidad hubiera hecho lo que yo, es decir, saltarse las normas de la convivencia participativa, ¿quién habría ido a recoger los huevos?, ¿quién habría alimentado a las gallinas? ¿quién habría preparado el comedor?¿quién habría puesto a mi disposición todo eso que yo usaba, irresponsablemente, desde hacía 3 días?
¿Querési saber la verdad? no fui capaz de comer. Me llené de vergüenza, y me marché. A la mañana siguiente, me presenté a las 5 de la mañana a los organizadores de los trabajos colectivos, y pedí que se me asignara un puesto allí donde pudiera ser útil. Sin mencionar siquiera mi absentismo de los días anteriores, me asignaron una tarea, y pasé a formar parte de la comunidad.
Nunca más tuve dudas de qué son en realidad los equipos. La convicción me dura hasta hoy.
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